5.10.11

...Como la locura de los genios.

Me tapé los oídos pero no funcionó. Aquellas voces continuaban callando hasta mis pensamientos; gritando cómo lo hace un cielo rojo, casi apocalíptico.
Intenté andar rápido hacia ningún lugar, dónde aquellas voces confusas dejaran de hacer eco... Pero no pude. Alguien, o quizá el viento, me arrastraba hacia atrás irremediablemente. Me giré ofuscada, quién fuera dejaría de hacerme retroceder por las buenas o por las malas. Pero allí no había nadie, ni las hojas de los árboles parecían agitarse. No importaba. Tenía que ir a algún lugar dónde solo el silencio pudiera hablarme.
Aquellos gritos ininteligibles eran más constantes a cada segundo, mientras aquellas cadenas invisibles caían de forma pesada y sin pedir permiso sobre mis hombros, obligándome a mirar atrás.
Las voces no cesaban, los gritos eran cada vez más fuertes. No podía callarlos. Y es que estaban tan dentro de mí como mi propia conciencia. Quise entenderlas, pero se confundían entre ellas cómo una sinfonía discordante.
No sabía qué hacer. A esas alturas ya tan solo parecía ser una simple espectadora del mundo, de mi vida... Sin ningún tipo control sobre mi mente. El confuso ruido de miles de voces se apoderó de mí por completo. Ni tan solo sabía hacia dónde me dirigía; me guiaba algo que ni tan siquiera sabía qué era.

De repente, sin saber cómo, me encontraba al borde de mi escritorio, con un ansia inexplicable por acariciar la fragilidad de un folio... Mientras las voces se convertían en susurros y mis musas me volvían a hacer dueña de mí y de mis manos.


Microrrelato que escribí para el club de escritura de Facebook "Intensamente Breves", en el cual os animo a todos a participar.

14.5.11

...De belleza y basura

"A lo largo de mi vida me han tirado muchas veces a la basura, incluso tú, y lo sabes... pero a veces no quieres creer que yo también pude darme cuenta, piensas que soy tan boba como para no verlo, y que no podría ser tan boba como para advertirlo y seguir queriéndote. 
Todos hemos sabido cuando nos habían tirado a la basura pero hemos seguido, hasta tirarnos al contenedor nosotros mismos. Es que no nos enamoramos de alguien, nos enamoramos de algo, nos enamoramos simplemente por egoísmo. No existen los gestos altruistas; a lo mejor yo te ayudo porque te quiero y quiero ayudarte, y de esa forma yo me siento mejor y mi conciencia está más tranquila, libre de culpa... y eso me tranquiliza. 


Yo me enamoré de tu pelo. Te veía siempre de espaldas en aquella cafetería de paso, todos los días, todas las mañanas... a la misma hora, con el mismo café solo y amargo y la misma marca de cigarrillos en la mano, que se encendían con el mismo ruido suave producido por el mismo mechero y que desprendían el mismo humo cálido que aquellos oscuros cafés… Y tu pelo acariciaba tus hombros, moviéndose de forma libre y suave alrededor de tus gestos, envolviendo tu cuello sin miedo.
...Hasta que me enamoré de ti, o de tu pelo. El caso es que míranos; ahora me tienes y me tiras cuando quieres, y yo solo sé que te tengo cuando quieres tenerme, pero me da igual, puedo tocar tu pelo. 


Habrá un día en el que no pueda más, y me sentiré yo misma en la basura. Ese será el día en que ya no tendré más tu melena, pero yo ya estaré en el vertedero. Aunque, ¿sabes? Yo le busco la belleza a esto, la belleza al juego del perro y el gato, la belleza al "contigo pero sin ti", al te tengo y luego te vas, al amor odio. Al amor de "a veces me quieres" y al odio de "cuando has estado entre mis piernas y tienes calor te marchas." 


No te quiero, yo sólo quiero tenerte, no sé si sabrás de qué forma, pero no lo creo; yo siempre he querido rodearme de gente que me sorprenda, con gente especial, y solo alguien especial podría entender lo que te estoy diciendo. Tú no eres especial, tan solo eres vulgar, y no podría quererte, solo querer tenerte. 
Cuando entiendas la capacidad que tiene un silencio para gritar y captar toda la belleza del mundo que se esconde tras cada muro agrietado y cubierto de mugre de cada edificio que encierra tantos secretos, la belleza que habita en esa vieja bicicleta abandonada cubierta de óxido y recuerdos, cuando entiendas el poder de un pincel, de unas palabras, de un acorde... sólo entonces puede que logre quererte. 


De momento sólo apóyate en mí y deja que tu pelo acaricie mi pecho, que yo ya me encargaré de encontrar la belleza."

24.3.11

Maldita eternidad

No saber cuál era mi lugar no me impedía que pasara los días en la cafetería de la estación, aquella que siempre olía a aceite caliente y café recién hecho, quizás demasiado amargo, pero eternamente recién hecho. Siempre la misma mesa, la misma silla y la misma mirada perdida a través de cristal. Aquel mismo sonido mecánico, la misma vibración cada vez que el metro ofendía los raíles que se aferraban temerosos al suelo de la estación.
Miraba aquel gran reloj que reinaba sobre el cartel de colores ya desgastados que se desprendía de la pared cuando las puertas de la estación de Vilapicina cerraban, chirriando cómo si emitieran un grito sordo.
Aquel reloj olvidado, al que nadie prestaba atención excepto yo. Aquel viejo conocido de agujas que parecían chocar con rocas invisibles. Aquellas horas parecían relentizarse y habitaban tan dentro de mí que ni siquiera lograba encontralas.
Todos los días eran igual. La misma banda sonora. La misma sinfonía que entonaba las monótonas notas de un incansable “tic-tac, tic-tac…” Y aquel canto continuaba y jamás cesaba. Lo cierto es que aquella melodía tenía más fuerza que mis pulmones.

A cada segundo, me convertía en una espectadora de vidas ajenas, puede que jamás dejara de serlo. Espectadora también de fracasos y gente que, cómo yo, creía que vivía tan solo porque podía sentir algo latiendo de su pecho, por frágil que fuera aquella sensación.
Siempre el mismo joven tocando el violín en el mismo vagón, a la misma hora, haciendo un recorrido tan eterno cómo mis horas ante el café, siempre demasiado caliente y sin azúcar. La misma mujer ataviada con su abrigo y el maletín en la mano, agarrándose a él cómo la soledad a los tangos.
Gente que iba... y regresaba. Siempre regresaban, tenían motivo para hacerlo. Quizás yo algún día también tendría algún lugar, un motivo para marcharme. No importaba el destino, sólo un motivo. De todas formas, me bastaba con levantar mis zapatos de aquel viejo suelo cubierto de pequeños pedazos de papel que se enganchaban a mis suelas cómo el frío a mis costillas.

El constante movimiento de la cuharilla al remover una y otra vez el ya frío café se confundía en una inmortal comunión con las agujas del reloj. Aquel sentimiento de infinidad me hizo levantarme de mi asiento y andar unos pasos y sentarme frente al raíl desierto.
Sentí un impulso. Quise volverme a levantar y adentrame en uno de esos trenes y perderme entre la multitud. Entre una inmensa multitud que no levanta su vistadel suelo para evitar cruzarla con la de otra persona. Quizás tengan miedo, cómo yo, pero miedo de verse reflejados en otra mirada. De encontrarse en otra pupila. De hallarse en el iris oscuro de aquel hombre desaliñado que siempre vendía mecheros a las 4 de la tarde. Un miedo inmenso a encontrarse, perderse y enredarse en otros ojos. A. por fin, verse, y hacerlo en un completo desconocido, quizás con una vida peor que la suya.

Puede que en aquella vieja estación de la línea 5 esperara reencontrarme con recuerdos que creía olvidados, todos esos que alimentan mis noches sin sueño. O quizás así he creado mi propio mundo porque me niego, me niego rotundamente, a vivir en uno en el que todo tiene un punto y final. Me niego a por fin percatarme de que formo parte de en un mundo en el que las personas solo esperan el final, el final de todo. En el que únicamente vivimos para morir. A toparme con este mundo en el que la gente camina apresurada para no chocar su mirada contra otra.

12.3.11

Ocaso

No puedes culparme de eso, no, y lo cierto es que yo tampoco puedo culparte a ti, aunque me gustaría, y no sabes cuánto me gustaría odiarte, ¡poder odiarte! No puedo culparte de que estuviéramos hambrientos de dos soles distintos, de que yo anhelara la luna y tú el sol, que los dos buscáramos en diferentes ocasos y, ¿sabes? Sí te culpo de eso, e intento odiarte por eso, tú sólo veías que yo amaba los atardeceres y tú el amanecer, no viste que los dos adorábamos a un ocaso. El olor, frente al mar, era exactamente el mismo cuando empezábamos a divisar los primeros rayos de sol que cuando se escondía tras luces rojizas en el infinito. ¿No te diste nunca cuenta?

24.2.11

Olas

Creemos que las olas mueren cuando, en realidad, renacen constantemente, segundo a segundo. Creemos que las olas, incluso las gotas mueren cuándo se deslizan, cuándo se escurren y se baten en eternas batallas entre ellas, cuando huyen y resbalan. Creemos que mueren cuando, simplemente, escapan ágiles de nuestro limitado horizonte, de nuestra falsa realidad. Cuando se fugan raudas de nuestra ególatra mirada y nuestra imaginación encerrada.