24.3.11

Maldita eternidad

No saber cuál era mi lugar no me impedía que pasara los días en la cafetería de la estación, aquella que siempre olía a aceite caliente y café recién hecho, quizás demasiado amargo, pero eternamente recién hecho. Siempre la misma mesa, la misma silla y la misma mirada perdida a través de cristal. Aquel mismo sonido mecánico, la misma vibración cada vez que el metro ofendía los raíles que se aferraban temerosos al suelo de la estación.
Miraba aquel gran reloj que reinaba sobre el cartel de colores ya desgastados que se desprendía de la pared cuando las puertas de la estación de Vilapicina cerraban, chirriando cómo si emitieran un grito sordo.
Aquel reloj olvidado, al que nadie prestaba atención excepto yo. Aquel viejo conocido de agujas que parecían chocar con rocas invisibles. Aquellas horas parecían relentizarse y habitaban tan dentro de mí que ni siquiera lograba encontralas.
Todos los días eran igual. La misma banda sonora. La misma sinfonía que entonaba las monótonas notas de un incansable “tic-tac, tic-tac…” Y aquel canto continuaba y jamás cesaba. Lo cierto es que aquella melodía tenía más fuerza que mis pulmones.

A cada segundo, me convertía en una espectadora de vidas ajenas, puede que jamás dejara de serlo. Espectadora también de fracasos y gente que, cómo yo, creía que vivía tan solo porque podía sentir algo latiendo de su pecho, por frágil que fuera aquella sensación.
Siempre el mismo joven tocando el violín en el mismo vagón, a la misma hora, haciendo un recorrido tan eterno cómo mis horas ante el café, siempre demasiado caliente y sin azúcar. La misma mujer ataviada con su abrigo y el maletín en la mano, agarrándose a él cómo la soledad a los tangos.
Gente que iba... y regresaba. Siempre regresaban, tenían motivo para hacerlo. Quizás yo algún día también tendría algún lugar, un motivo para marcharme. No importaba el destino, sólo un motivo. De todas formas, me bastaba con levantar mis zapatos de aquel viejo suelo cubierto de pequeños pedazos de papel que se enganchaban a mis suelas cómo el frío a mis costillas.

El constante movimiento de la cuharilla al remover una y otra vez el ya frío café se confundía en una inmortal comunión con las agujas del reloj. Aquel sentimiento de infinidad me hizo levantarme de mi asiento y andar unos pasos y sentarme frente al raíl desierto.
Sentí un impulso. Quise volverme a levantar y adentrame en uno de esos trenes y perderme entre la multitud. Entre una inmensa multitud que no levanta su vistadel suelo para evitar cruzarla con la de otra persona. Quizás tengan miedo, cómo yo, pero miedo de verse reflejados en otra mirada. De encontrarse en otra pupila. De hallarse en el iris oscuro de aquel hombre desaliñado que siempre vendía mecheros a las 4 de la tarde. Un miedo inmenso a encontrarse, perderse y enredarse en otros ojos. A. por fin, verse, y hacerlo en un completo desconocido, quizás con una vida peor que la suya.

Puede que en aquella vieja estación de la línea 5 esperara reencontrarme con recuerdos que creía olvidados, todos esos que alimentan mis noches sin sueño. O quizás así he creado mi propio mundo porque me niego, me niego rotundamente, a vivir en uno en el que todo tiene un punto y final. Me niego a por fin percatarme de que formo parte de en un mundo en el que las personas solo esperan el final, el final de todo. En el que únicamente vivimos para morir. A toparme con este mundo en el que la gente camina apresurada para no chocar su mirada contra otra.

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