3.11.10

Solitarios

Otra vez una baraja… o aquella misma baraja. Aquella arrugada, grisácea, con las esquinas dobladas… la de siempre. De nuevo ponerla sobre la mesa. Observarla sin mirarla, con la vista y la mente puestas en otro sitio, cualquier sitio… pero en silencio, siempre en silencio, aunque sin lograr entenderlo; escondiéndose de él hasta que le atrapaba y le hacía prisionero de sí mismo. Aquel silencio tan ruidoso.
Las cartas sobre la mesa, y de nuevo contarlas cómo si las acabara de comprar. De nuevo barajarlas cómo si fuera un juego nuevo, con el mismo brillo en la mirada que un niño.
De nuevo barajarlas, y cortar… y así hasta que le dolían las muñecas. Creía que el azar podía cambiar según cómo barajara aquellas cartas españolas, según cómo salieran los bastos y las espadas. Y creía que el azar podría cambiar su vida o, como mínimo, ofrecerle la oportunidad de hacerlo, poniéndole otra dirección de partida.

Pasó horas jugando, hasta que notó que, haber ganado o perdido, no le cambiaba aquella tarde su vida, ni su forma de percibirla. O a lo mejor sí pero, una vez más, no quería o no se daba cuenta, y tampoco lo haría aquella madrugada, ni tan solo a la mañana siguiente. No eran tiempos para la valentía, ni siquiera para la fuerza de voluntad. No eran tiempos para lo que algunos exigentes dicen qué realmente significa “vivir”. No, no eran en absoluto buenos tiempos. De hecho y simplemente, no eran tiempos.
Aquellas cartas le daban una dirección a su vida totalmente distinta de la que él anhelaba. Le abrían las puertas a la realidad.
Cada vez que notaba aquella baraja española entre sus manos, lo hacían convertirse, un poco más, como ella.

Pero él no se rendía; sabía que aquella era su tarde y su día, pero, desde luego, aquella no era su vida… no la merecía. Había que intentarlo una vez tras otra, esquivando el cansancio físico y mental. Huyendo de lo inevitable. Tenía que convencerse de que aquella tarde se había vencido al azar y a su suerte.

Así que probó suerte con el dominó.

Cogió aquella vieja caja de madera agrietada. Recordaba que aquel juego se lo había regalado su abuelo cuando a penas era un crío, hacía ya muchos años, y juntos veían los días pasar frente a aquellas menudas fichas blancas con pequeños lunares de color negro.
Ahora su abuelo ya no estaba con él para dejarse ganar y apostar 0,5 céntimos pero, ante aquella caja y ante aquellos pequeños pedazos de plástico con capas de pintura, no podía evitar recordarlomientras el cielo oscurecía y el sol comenzaba a borrarse del agua clara de la piscina. No lograba entender cómo algo tan insignificante podía evocar tantas emociones. Además, por unos instantes, hacía callar sus miedos con el ruido de las fichas al mezclarlas; al chocarse y removerse. Alargaba aquello tanto rato óomo barajar cartas. Le fascinaba la forma en la que aquellos chispazos negros, y blancos de una forma tan fácil y estúpida, lograban tener tanto poder sobre él.
Lo cierto es que prefería el dominó; no era únicamente cuestión de azar, ahí realmente podía demostrar cuánto valía aunque no hubiera nadie más para verlo y darle la enhorabuena.
Estrategia, suerte, astucia, agilidad mental… Ahí todo se fusionaba y, al lograr terminar con sus 7 fichas, se jactaba de ello y no podía evitar que una extraña sonrisa se dibujara en sus labios… Solo hasta que miraba a la silla de delante y se topaba con su respaldo eternamente vacío. Solo entonces se borraba al instante aquel confuso gesto de su rostro y aquella alegría momentánea que jamás había sabido exteriorizar. Además, durante unos segundos, tal vez minutos, podía alejarse de su realidad y hacer tanto ruido con aquellos trozos de plástico que no pudiera escuchar ni sus pensamientos que tanto lo llamaban hasta quedarse afónicos.

Otra vez pasaron horas, Dios sabe cuántas. Perdió y ganó no sabía cuántas veces… y todo seguía igual, excepto el sol que se había escondido y ya se podían intuir algunas estrellas en el cielo infinito de aquella pequeña urbanización casi vacía.
Se había sentado en aquella mesa de plástico de la terraza bajo el sol ardiente del mediodía y ahora una brisa vespertina le acariciaba la nuca y lo agitaba en pequeños escalofríos sin principio ni final. Las hojas secas de los árboles comenzaban a caer sutilmente y se empezaban a encender las primeras luces de la noche en algunas casas repartidas por la montaña. Aquellas luces tenues y anaranjadas que indicaban que aquello estaba a punto de llegar a su final y que, de nuevo, su vida ganaría aquel pulso, imperando sobre el deseo o la voluntad, por poca que fuera.
Él solo quería jugar, y hacerlo una vez tras otra, hasta ganar, aunque aquello significara ganarse y perderse a sí mismo. Quería jugar y así poderse decir que había ganado, que él también podía hacerlo.

Miró a su alrededor y, por primera vez, se dio cuenta de que en aquella mesa no había más sillas útiles, no había más jugadores… no había nadie, ni siquiera con quién comentar las jugadas. Él se repetía que no le hacía falta. Realmente no lo necesitaba, tal vez porque nunca le había buscado ningún significado; simplemente, le gustaban. Le gustaban los solitarios: a cartas, al dominó… y no había que encontrarle ningún sentido a aquello. Era una buena forma de pasar el tiempo, o una manera más de perderlo. Como tantas otras. Cada persona escogía libremente cómo hacerlo, y él estaba seguro de que había elegido aquella.

Aún así, al terminar volvía a luchar por apaciguar sus inseguridades y silenciar el grito mudo de sus temores. No podía dejar de pensar en aquello de darle sentido a sus pasatiempos. Quizás, aquellos juegos, aquellas partidas a la luz del sol o la luna, tenían más en común con él de lo que nunca había llegado a comprender. Seguramente, de lo que jamás había querido comprender.

Solitario… solitario en la mesa sintiendo el aire de cuando se escapa el sol. Solitario bajo el sol abrasador de un día de verano. Solitario cuando los pájaros callan y las farolas comienzan a dar un tono anaranjado a aquellas taciturnas calles desiertas… Aquellos juegos se parecían tanto a él que siempre había temido percatarse de ello.

Eran solitarios. Él y su "forma de perder el tiempo".
Solitario en el juego, en la vida.

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