22.1.11

Capicúa

...Nunca he sabido con certeza cuál es mi lugar, ni siquiera he sido capaz jamás de permanecer en uno en concreto, quizás es que a nada le encuentro motivos, ni tan solo me esfuerzo por hacerlo, y menos a encerrarme. Posiblemente es que tengo miedo a conocerme, a encontrarme entre cuatro paredes o entre árboles, a repetirme y morir un poco cada día y olvidar que no pude olvidarte.
He tenido una vida ambulante en la que ya no recuerdo nombres y los sentimientos parecen ya oxidados, miles de miradas que nunca me he interesado por entender, miles de silencios que no me he molestado en escuchar... ni siquiera los míos. Miles de sonrisas que parecen sujetas con imperdibles, lágrimas de velcro y amores con billete de ida y vuelta.
En cambio, me pierdo a cada momento entre miles de rincones pero, sin duda, mi preferido era aquel estrecho pasillo de la estación de Sants. Aquella estación que siempre estaba tan llena y en la que yo siempre me encontraba tan solo, acompañado únicamente por mi guitarra y mis letras, además de los pasos ajenos y ese sombrero vacío que jamás se mueve del suelo.
Apuesto a que por éso amo ese lugar; se parece tanto a mí que me inspira. Me inspira el vacío y el miedo a darme cuenta de que ya parezco incapaz incluso de sentir.

Concretamente allí paso todas las mañanas, y todas las tardes... todos los días, poniendo música a todos aquellos poemas que escribí mientras vuelvo a recordar que me prometí olvidarte. Que escribí mientras esperaba con ansias que tu aroma me hiciera despertar de mi letargo y me animara a estrellarme contra cientos de folios. Mientras me levantaba en silencio de la cama para prepararte el desayuno y te despertara el suave olor a naranja. Mientras miraba el marco de la puerta esperando ver tus alas. Mientras me retorcía en la cama para no alejarme más de tus omoplatos. Todas aquellas palabras que escribí en mis noches de insomnio por querer contemplar cada segundo de tu respiración mientras trazaba con mis dedos en tu pelo, que seguirá siendo tan ondulado y azabache.
"Deberías hacer algo útil con lo que tienes en esta libreta", me repetías constantemente sin saber que aquello era mucho más que éso. En cada fecha que iba anotando en la esquina superior de cada hoja a rayas blancas y negras se escondía mucho más que simples palabras; se escondía mi vida. Simplemente, aquella libreta llevaba mi nombre.
No te cansabas de intentar alegrarme con tus: "Me gusta, no entiendo por qué escondes todo ésto". Y te alegraría saber que por fin te he hecho caso, aunque quizás tarde. Si lo supieras volverías a decirme que siempre hago todo a destiempo, cómo ponerle letra a aquella partitura que nunca lograba terminar:

"...Y supongo que debería darte las gracias, supongo que debería sentirme halagado. Pero no, no quiero ser más tu genio y no, no tengo un don, no soy adicto a la absenta ni a la cocaína. Nunca querré ser un genio, no quiero ser un puto drogadicto esquizofrénico, mi oreja nunca acabará en manos de cualquier puta, no quiero rodearme de mendigos y borrachos y tampoco pretendo intentar convencerte de que Dios ha muerto. No quiero la nefritis de Mozart, los vértigos de Lutero, la dermatosis de Oscar Wilde, la anorexia de Kafka, la epilepsia de Dostoyevski, la hidropesía de Cervantes y tampoco me interesa la dislexia de Dickens. No quiero drogarme cada noche para poder ser capaz de decirte lo que dicen todos los libros que nunca he leído, no lo necesito y, no pretendo mentirte, tampoco lo quiero. No quiero ser tu genio, ni tu Romeo, ni siquiera tu manzana prohibida, podría ser tu Ed Wood o tu Spencer Tracy para Hepburn, pero tan sólo quiero ser tu droga. Tu copa de absenta a las 2 de la madrugada, un poema de Bukowski en una tarde gris con café en la mano..."

Ahora tampoco he sido capaz de ponerle un final. Apuesto a que por ello cotinúo así, nunca tengo el valor de ponerle a nada un punto y final. Me niego a pensar que absolutamente todo lo tiene. Me niego a por fin percatarme de que formo parte de en un mundo en el que las personas solo esperan el final, el final de todo. En el que únicamente vivimos para morir, o creemos que lo hacemos únicamente porque nos escuchamos respirar.

Solo tengo que abrir los ojos y ver la gente que camina apresurada por la estación, sin atreverse a cruzar su mirada con la mía, por miedo a verse reflejados en ella, o ver cómo la gente que viaja en esos vagones grisáceos jamás mantiene sus pupilas firmes dentro de las de otra persona por temor a verse, enredarse y encontrarse en ellas para ponerle los puntos suspensivos a esa eterna canción... Hasta mañana...

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